Comenzaba con el alba. Según los días fueran más o menos largos, la hora de partida era sobre las siete o las ocho de la mañana. Una hora antes, este se había levantado para dar al caballo la primera “posturs”: Un par de kilos de cebada con paja. Si el tiempo era malo, reforzaría su humilde calzado con trozos de tela vieja que trenzaría en los pies, a modo de calzas, para intentar mitigar los mordiscos del frío, la Iluvia y la nieve.

Las humildes ropas de abrigo solían tener el tono indefinido de “color chosqueta galego”, o sea, que de tanto soportar el sol, la lluvia y las inclemencias del tiempo, nadie podía adivinar su color original. Después recogería la merienda que
habría preparado la mujer o la madre en una fiambrera
(torreznos, matanza, tortilla, huevos fritos, pan…) y se acercaría, ya de camino, a comprar el vino en alguna de las tabernas del pueblo.

En el camino hacia el pinar se iría encontrando con otros compañeros con los
que echar una “parlarja» y, si era menester, alegrar la mañana con algunos cantares y jotas, pero, una vez en el monte, cada uno se iba a su querencia, buscando su careo y su tajo propio, a su aire, con la intención de hacer la tarea lo más pronto posible y bajar al peso antes que el resto de los compañeros. Es el “picadille” peculiar del monte: “Y el que venga atrás, que arree”.

Por la tarde, sobre las seis o las siete, según se hubiera dado la jornada, los gabarreros volvían a coincidir muchas veces en el camino de regreso.
Llegando a La Estación, y si no había contrariedades, era el momento de alguna canción o alguna broma. “Señora pelofino si compra leña cómpremela usted a mí que la traigo buena”.

Del Libro «Los Gabarreros de El Espinar» Juan Andrés Sáiz Garrido

«El gabarrero, hijo del monte y hermano del frío, con el sudor de su frente y el aliento del hambre, arrancaba la leña a la tierra, su sustento y su cruz.»

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